Por abstractas e intangibles que pudieran parecer, las políticas televisivas condicionan el protagonismo ciudadano que puede asumir el telespectador. Es el telespectador su gráfica concreción, pudiendo ser, respecto a éstas, destinatario último del servicio o mera víctima de una acción interesada y partidista. No es una opción insustancial que estas políticas mediáticas hayan sido pensadas con propósito de servicio público o, por el contrario, diseñadas con intencionalidad propagandística. Tras su intencionalidad late el rol cívico y político con que pueda el telespectador maniobrar y desenvolverse. La televisión es un medio de especial relevancia e influencia social. Contribuye a configurar la opinión pública y su privilegiado contacto con la audiencia juega un importante papel en el proceso político. Desde el nacimiento de la televisión en España, la intervención del poder en el sistema televisivo ha provocado que los intereses económicos y partidistas prevalezcan sobre el interés general de los ciudadanos. Las decisiones políticas en materia televisiva tienen una incidencia fundamental en los productos y contenidos televisivos (principalmente, en los informativos) y, por tanto, un efecto directo en el nivel de información y conocimiento de los ciudadanos sobre los asuntos públicos. Como consecuencia, no sólo la voz de la audiencia ha quedado solapada bajo el rédito partidista de los actores políticos, sino que el papel otorgado al telespectador no siempre se aparta de ser una mera «marioneta» del devenir político. Bajo la dictadura franquista, la práctica europea del monopolio televisivo fue entendida como un dispositivo de control informativo y como una ramificación más del Estado autoritario. La televisión pública española nació sin conciencia cívica de servicio público y financiada principalmente mediante la publicidad y las subvenciones estatales, que afianzaron, aún más, la dependencia política. En este contexto, no parece extraño que el telespectador adquiriera la reseñada condición de «títere», cuyos hilos eran movidos en aras de la propaganda política. La instauración de la democracia no logró, hasta sus últimas consecuencias, otorgar al telespectador un papel de plena autonomía. Aunque no puede pasarse por alto la obvia diferencia que separa a un sistema autoritario de otro democrático, el tratamiento dispensado al telespectador aún dista de ser el que cabría asociar a un maduro y saneado sistema democrático. Los sucesivos gobiernos democráticos han retenido las funciones de regulación del conjunto del sistema audiovisual. A su vez, la televisión por ondas hertzianas ha sido definida como un servicio público cuya titularidad corresponde al Estado, descuidando su propia finalidad: satisfacer el interés de los ciudadanos, contribuir al pluralismo informativo, formar una opinión pública libre y expandir la cultura. Este dirigismo ha contribuido a que el gobierno tenga el control de la televisión pública y también determine el proceso de desregulación. Circunstancias, éstas, que han trascendido al color político de los distintos gobiernos (centrista, socialdemócrata o liberal-conservador) y la naturaleza del mercado televisivo (monopolístico o parcialmente abierto).
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Published on 30/09/05
Accepted on 30/09/05
Submitted on 30/09/05
Volume 13, Issue 2, 2005
DOI: 10.3916/25718
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